Han pasado 20 años desde que un grupo de agricultores franceses llamó la atención por primera vez sobre un fenómeno insólito: el despoblamiento de las colmenas a causa de la desaparición de las abejas, de cuya polinización depende gran parte de la producción mundial de alimentos. Pronto se comprobó que el fenómeno era global, al menos en los países con una agricultura muy desarrollada, y un aluvión de investigaciones ha intentado desde entonces determinar las causas, con resultados a menudo dispares o contradictorios. ¿Se debe la muerte de las abejas a los monocultivos o al calentamiento global? ¿Virus, bacterias, hongos, parásitos como el Nosema ceranae? ¿Pesticidas como los neocotinoides, que empezaron a usarse justo hace dos décadas? Aunque parece haber tantas opiniones como expertos en el campo, es posible que todos tengan parte de razón.
Entretanto, el fenómeno no ha hecho más que agravarse —los apicultores denuncian pérdidas más graves un año tras otro—, y la única buena noticia en este terreno se ha producido solo en tiempos muy recientes. Con característica lentitud pero loable preocupación, las Administraciones, incluidas las de Bruselas —que el pasado año prohibió varios pesticidas— y Washington —que ha aprobado un presupuesto extraordinario para investigar el fenómeno—, han tomado conciencia del problema y se han puesto manos a la obra.
La gravedad de la situación y la dilación e ineficacia de las medidas paliativas plantean una pregunta que ya no puede considerarse descabellada: ¿cómo sería un mundo sin abejas? “Si tuviéramos que depender de una agricultura sin polinizadores, estaríamos listos”, expone el subdirector general de Sanidad e Higiene Animal del Ministerio de Agricultura, Lucio Carbajo. No todos los cultivos desaparecerían, porque los hay que se pueden gestionar de otras formas (autopolinización y polinización por pájaros, entre ellas), pero todas las fuentes coinciden en que la pérdida de diversidad y de calidad alimentaria sería tremenda.
Además, los mismos factores que atacan a las colmenas dañan también a los polinizadores silvestres como el abejón, el abejorro y las avispas, de modo que las pérdidas no solo afectarían a la producción agrícola, sino también —y quizá más crucialmente aún— a los ecosistemas naturales y al medio ambiente en general. Las abejas, las flores y los frutos evolucionaron juntos hace decenas de millones de años, y no se puede destruir uno sin destrozar a los demás.
El Laboratorio de Referencia de la UE para la Salud de las Abejas (EURL, en sus siglas inglesas), con sede en Anses, Francia, publicó en abril los resultados del primer programa de vigilancia sobre el despoblamiento de las colmenas en 17 países europeos. Los datos, que se tomaron en más de 30.000 colmenas durante 2012 y 2013 y examinaron las prácticas agrícolas y los agentes patógenos más dañinos, muestran unos índices de mortalidad invernal muy variables entre países (la horquilla cubre del 3,5% al 33,6%). En general, la situación es más leve en España y otros países mediterráneos (por debajo del 10%) que en el norte del continente (por encima del 20%). Las cifras contradicen a las del sector apícola español, que denuncia mortandades entre el 20% y el 40%, en un ejemplo más de lo dificultoso que resulta acordar los criterios y las metodologías en este campo.
La contribución de los posibles factores de riesgo, como el manejo de las colonias, el uso de pesticidas y los agentes patógenos, es variable y compleja. Tanto este informe europeo como las demás fuentes coinciden en que las causas de la mortalidad de las abejas son múltiples. También señalan, sin embargo, que ciertos factores pueden ser más fáciles de abordar que otros. Los pesticidas más dañinos, por ejemplo, pueden prohibirse o restringirse, como ya ha hecho Bruselas con cuatro de ellos. Por otro lado, y como es natural, los principales productores de plaguicidas —Bayer, Syngenta y Basf— no aceptan que haya evidencias sólidas de que sus productos sean la causa del problema. Y, de forma más significativa, algunas fuentes científicas coinciden con ellos.
“Los pesticidas neonicotinoides, como los prohibidos por la UE, no son los más prevalentes en las colmenas, al menos de forma crónica”, asegura Mariano Higes, del Centro Regional Apícola de Marchamalo, en Guadalajara. “Pueden ser un problema en amplísimos monocultivos, pero afectan sobre todo a los polinizadores silvestres, como los abejorros, no a las colmenas de abejas”. Higes acepta, sin embargo, que restringir estos productos puede ser útil para los ecosistemas, aunque no para la agricultura.
Para colmo, y según una investigación dirigida por Tom Breeze, del Centro de Investigación Agroambiental de la Universidad de Reading, y publicada este año en PLoS ONE, son las propias políticas agrícolas europeas las que están exacerbando el problema: al promover los grandes monocultivos se está produciendo un creciente desajuste entre las necesidades de polinización y la disponibilidad de colmenas en todas las regiones del continente. Todos esos cultivos necesitan abejas, pero los apicultores no logran reproducir tanto las colmenas, con lo que al final el cultivo rinde menos. El resultado de esta investigación es más llamativo si se tiene en cuenta que el trabajo ha sido financiado por la misma UE que es objeto de sus críticas.
“Las políticas agrícolas y sobre biocombustibles europeas han estimulado un gran crecimiento de las áreas cultivadas que precisan polinización por insectos”, explican Breeze y sus colegas, que han extendido su estudio a todo el continente. Entre 2005 y 2010, por ejemplo, el número requerido de abejas melíferas creció cinco veces más deprisa que las existencias de esos insectos y, en consecuencia, más del 90% de la demanda ha quedado insatisfecha en 22 países de la Unión. “Nuestros datos”, concluye Breeze, “alertan sobre la capacidad de muchos países para soportar pérdidas importantes de insectos polinizadores silvestres”.
Esos polinizadores silvestres —las 250 especies de abejorros existentes, principalmente— son la otra mitad de la historia. Podría pensarse que, en un mundo sin abejas, la tarea de polinizar los cultivos podría ser asumida por estos otros insectos, que, de hecho, son ya ahora quienes polinizan la mayor parte de los cultivos básicos para la alimentación mundial: la acción de los abejorros (del género Bombus) produce el doble de fruto que la debida a la apicultura convencional con abejas (del género Apis).
Sin embargo, una reciente investigación de Matthias Fürst y sus colegas de la Royal Holloway University de Londres, publicado en Nature, ha desinflado esa expectativa al mostrar que dos de los grandes patógenos de las colmenas, el virus de las alas deformes (deformed wing virus, DWV) y el hongo Nosema ceranae, se han extendido ya a los polinizadores naturales. Estos agentes infecciosos no solo se han mostrado capaces de transmitirse de Apis a Bombus en experimentos controlados de laboratorio, sino que ya han contagiado a los abejorros en la naturaleza, según los estudios de campo de estos científicos en Gran Bretaña y la Isla de Man. Cabe temer, por tanto, que los polinizadores silvestres estarán pronto tan amenazados como sus colegas domésticas.
La identificación del microsporidio Nosema como una de las grandes causas del despoblamiento de las colmenas se debe a Higes, el principal investigador español en este campo, “El papel de los patógenos y, sobre todo, de Nosema ceranae, sigue sin comprenderse”, reconoce Higes, cuyo laboratorio lleva 10 años investigando en el microsporidio. “Muchos de mis colegas diseñan experimentos erróneos y extraen conclusiones que no son enteramente correctas; es una pena, pero 10 años después sigue existiendo una nebulosa en el conocimiento”. Como se ve, la investigación sobre la muerte de las abejas está trufada de conflictos.
Esta es una de las razones de que grupos ecologistas como Greenpeace no solo elogien las restricciones europeas a cuatro pesticidas neonicotinoides, sino que propongan extender la prohibición a otros 319 compuestos que consideran dañinos. “No cabe duda de que la mortalidad de las colmenas es un problema multifactorial”, dice Luis Ferreirim, de Greenpeace, “pero si hubiera que establecer una jerarquía, el primer factor serían los insecticidas, que están diseñados precisamente para matar insectos, como las abejas”. El ecologista recuerda asimismo que los herbicidas también resultan dañinos, pues acaban con las flores que aportan el principal alimento a las abejas. “Además, contra los pesticidas se puede actuar con más eficacia y rapidez”, prosigue Ferreirim, “mientras que atacar a virus, bacterias, hongos y otros parásitos resulta muy difícil; y no hay que olvidar que los parásitos están más restringidos a las abejas, mientras que los pesticidas dañan también a los abejorros y otros polinizadores naturales, a los que también hay que proteger”.
Un mundo sin abejas sería también un mundo sin abejorros, y tal vez sin flores, pues las abejas y las flores evolucionaron juntas, y son las dos caras de la misma moneda desde un punto de vista ecosistémico. Un mundo triste y monótono como una ciudad fantasma, una pesadilla estéril a solo un paso de la nada. La ciencia está movilizada. La inteligencia política debe seguir en su estela.